lunes, 17 de septiembre de 2012

El Relojero (XI)

Hola a todos un lunes más a este blog de literatura en el que los lunes están dedicados a la publicación de mi relato el Relojero. La semana pasada dejamos a Marco en unas condiciones un poco extrañas y con esta onceava entrega, Marco conoce a unas personas que serán muy importantes en su labor como Viajero.

Me encantará si me comentáis qué os está pareciendo el relato y, sobre todo, que lo compartáis en las redes sociales para que llegue a más personas para que todos conozcan a Marco y, de ese modo, me hagáis más feliz a mí =D

Si no conoces el relato, lo mejor será que lo empieces desde el principio AQUÍ.


El Relojero

La luz del sol comenzaba a enrojecerse cuando abrí los ojos, vi que me encontraba en mi cama con el pijama más infantil que tenía por lo que supuse que mi padre había cogido lo primero que apareció en mi armario. Me quité las sábanas de encima y me levanté.
Me sentía mucho mejor después de las horas que parecía haber dormido e iba a darme una ducha cuando unas voces agitadas me hicieron detenerme. Reconocí a mi padre y mi abuelo pero había otras personas en mi casa que no me resultaban conocidas. Me quedé junto a la puerta para escuchar.

—¡Podría haberle matado y sólo te preocupas porque no ha encontrado al Relojero! —exclamaba mi abuelo más fuera de sí que nunca.
—No intentes volver contra mí mis propias palabras… Sabéis perfectamente que lo que nos preocupa es que el chico no sea capaz de salvarse antes de que se cumplan las dos semanas. Fue una irresponsabilidad por su parte salir en medio de la madrugada sin avisar.
El tono de voz destilaba envidia y rechazo. Con unas pocas palabras, ese hombre aún sin rostro para mí, se había ganado un puesto en mi TOP 10 de merecedores de odio eterno.
—No puedes comprenderlo, Ernesto. No sabes lo que es levantarse una mañana con un poder que no comprendes y con una fecha de caducidad para tu vida —contestó mi padre serenamente.
El tal Ernesto se rio y el sonido me recordó al gorjeo de una urraca.
—Ahora no te las des de digno, Fernando, tu hijo fue un inconsciente por salir sin más. La misión que tiene que desempeñar va más allá de los estúpidos miedos que pueda tener.

Fui incapaz de aguantar una palabra más y abrí la puerta para salir al salón. Todos se volvieron hacia mí, sorprendidos.
—No trate de ese modo a mi padre. Sí, fui un inconsciente, pero no sabía que iba a tener que firmar un formulario siempre que quisiera salir a correr —repuse con seguridad.
Mi discurso pretendía dilapidar a los tres hombres que me miraban atónitos pero seguramente el pijama de Los Pitufos no me ayudó a parecer maduro.
—Tú debes ser Marco —adivinó uno de ellos, alto y con la coronilla rapada. Sus ojos eran ligeramente rasgados y tenían un brillo que me inspiró temor—. Mi nombre es Román, soy uno de los siete miembros del Consejo del Tiempo. De ahora en adelante nos veremos muy a menudo.
Le estreché la mano que me tendía y comencé a sentirme un poco avergonzado por cómo iba vestido, ya que todos llevaban traje de chaqueta y corbata mientras que mi pijama azul de pantalón corto desentonaba como si fuera fosforescente.

—Yo soy el Doctor Ruíz y soy el encargado de tratar cualquier lesión que tengas mientras seas el Viajero del Tiempo.
—Entonces creo que le daré mucho trabajo —me sinceré tomándole la mano.
El doctor me pareció más simpático, tenía esa sonrisa profesional de quien sabe que su trabajo es duro pero que debe tener una buena actitud. Su estatura era más baja que la de Román pero seguía siendo alto, sus ojos eran pequeños y oscuros, y tenía una mata de cabello canoso que le daba un aspecto venerable.

Entonces me volví hacia el tercer individuo, que debía ser Ernesto y me sorprendí al verle. Me había imaginado a alguien con aspecto de serpiente o lagarto, pero me encontré a un hombre bastante más joven que mi padre y, de algún modo, atractivo. Tenía los hombros anchos y la espalda tan derecha como si fuera militar, su nariz era recta y proporcionada con el resto de la cara, sus labios eran una fina línea que me pareció desagradable desde la primera mirada y sus ojos eran azules, como los míos, pero en los suyos brillaba desprecio. Sus pómulos eran prominentes y el cabello rubio lo llevaba cuidadosamente peinado con gomina. De no odiarle ya, hubiera pensado que era un prepotente de los que salen en las revistas anunciando la última moda en ropa.
—Yo me llamo Ernesto y eso de escuchar detrás de las puertas me parece una costumbre de lo más fea —se presentó con una sonrisa desagradable.
Apreté su mano con ganas de estrujársela pero no pude hacerlo porque él se me adelantó. Mi mano recibió demasiada fuerza y pude sentir como mis huesos se resentían.

—Ernesto ha sido designado por el Consejo del Tiempo para que sea uno de tus entrenadores personales —explicó mi padre señalándole.
Metí la temblorosa mano en el bolsillo de mi pantalón para que nadie se diera cuenta.
—Déjame adivinar, papá… —me llevé un dedo a los labios e hice como si estuviera pensando—Vas a enseñarme modales ¿verdad?
La comisura derecha de los labios de Ernesto se curvó hacia arriba.
—No exactamente, voy a enseñarte a no dejar que una chica te dé una paliza para después secuestrarte —se vengó Ernesto.

Mi abuelo carraspeó como si de ese modo disipara el mal ambiente que se había formado.
—¿Por qué no te das una ducha? —me preguntó señalándome el cuarto de baño.
Iba a negarme cuando capté la mirada de mi padre, que me instaba a que le prestara atención a mi abuelo. Asentí de mala gana y me encaminé a la ducha después de haber cogido ropa limpia.
Cuando me encontré delante del espejo y vi en qué estado me había presentado delante de esos tres mamarrachos, quise morir fulminado. Papá Pitufo me sonreía burlonamente a la altura de mi pecho.


Cuando el agua comenzó a deslizarse por mi cuerpo, sentí un alivio instantáneo. El desagüe absorbió el enfado con Ernesto y el mal trago que había tenido que pasar esa mañana al caer en manos de ella.
Nerea.
Recordé con extremada facilidad la forma afilada de su rostro, el color pálido de su piel que contrastaba con el negro de la ropa y sus ojos ambarinos, ese brillo casi dorado que parecía ser capaz de traspasarme de un disparo certero.
Me miré las manos y vi que aún tenía las marcas de la fuerza que había hecho con la cuerda para agarrarla del cuello para que después se me escapara entre los dedos. ¿Dónde habría ido? ¿Estaría ya planeando el próximo enfrentamiento?


Salí del cuarto de baño con la intención de causar una mejor segunda impresión. Incluso me había tomado la molestia de calzarme antes de salir y les saludé cordialmente. Vi que Román sonreía conforme, más contento conmigo que con el Marco en pijama pero la mueca de desprecio continuaba en la boca de Ernesto.
—El abuelo te está preparando algo de comer, siéntate que tenemos algunas cosas de las que hablar —me indicó mi padre palmeando el asiento que quedaba a su lado.
—Fernando nos ha contado que ya te has enfrentado dos veces a la Hija del Movimiento —comenzó Román.
—Sí, la primera sin saber que era capaz de parar el tiempo por lo que tampoco os puedo decir mucho.
—Sí, es comprensible… —Román miró a Ernesto de reojo.

Mi abuelo me dejó delante una bandeja con dos porciones de tortilla de patata, pan y un enorme vaso lleno de Coca-Cola.
—Gracias.
—Marco, es importante que tengas cuidado con la Hija del Movimiento —comenzó Ernesto—. Las entrenan desde que son capaces de mantenerse en pie. Su única misión es librarse de ti y utilizar el Reloj hasta que el Relojero lo adecúe para ella.
—Hay una cosa que me pregunto —me llevé un dedo a la sien y entrecerré los ojos—. ¿Cómo es capaz de encontrarme? El otro día yo no sabía nada de este poder y ella me encontró. Hoy ha pasado lo mismo. ¿Por qué?
—Según diarios de Viajeros, tienes una especie de vínculo con ella que le permite saber dónde te encuentras —explicó mi padre.

—¿Entonces yo puedo encontrarla también?
Mi padre negó con la cabeza.
—El vínculo para ti no funciona de ese modo, el Viajero es capaz de controlar algunos aspectos de la Hija del Movimiento pero no puede saber dónde se encuentra.

—¿Qué aspectos?
—Es una especie de control mental. Se ha dado en diferentes niveles a lo largo de la historia. Yo sólo era capaz de emitir ruidos en su mente para que se distrajera.
—Irás siendo capaz de llevar a cabo ese tipo de cosas con el tiempo pero por el momento es mejor que cuando aparezca, corras —intervino Ernesto.

Respiré hondo, tratando de no responder que esa hubiera sido mi intención de no haber sido porque Nerea me derribó dejándome sin sentido.
—¿Y tú me enseñarás a correr? —pregunté aparentando inocencia.
Él me sonrió de medio lado, entendiendo mi juego.
—Te enseñaré a no tener que salir corriendo y a controlar tus instintos para que no detengas el tiempo inútilmente cuando te pongas nervioso —contestó.

—Hablando de eso ¿además de cuando te enfrentaste a ella, has detenido el tiempo en algún otro momento? —interrumpió Román.
Mi padre me miró atentamente, pensando seguramente en lo que había ocurrido en casa de Dani. Barajé la posibilidad de no decir nada pero sabía que me estaba jugando la vida.
—Lo detuve conscientemente en casa de mi amigo Dani porque pensé que a lo mejor era el Relojero.
—¿Y bien? —quiso saber Ernesto.
—Pues que no lo es, obviamente. Si no, no estaríamos hablando ahora mismo.
El silencio que siguió a mis palabras fue espeso y sólo se interrumpió con el sonido de mi tenedor chocando contra el plato.

—¿Pudiste detener el tiempo conscientemente? —preguntó mi padre.
—Sí, me tiré toda la tarde intentando hacerlo en la Sala del Viajero pero no hubo forma pero en su casa sí que lo hice.
Mi abuelo y mi padre intercambiaron una mirada de asombro y Román se llevó la mano al bolsillo para extraer el teléfono móvil para después teclear a toda velocidad.

—¿Qué pasa? —pregunté algo molesto por sus reacciones.
—Un Viajero normal suele tardar entre dos o tres días para lograr detener el tiempo conscientemente y tú tardaste una hora, Marco. Creo que es algo extraordinario —me jaleó mi padre dándome unas palmadas en la espalda.
—Extraordinario fue el dolor de cabeza que me dio —le corregí.
Traté de seguir comiendo pero la inquisitiva mirada de Ernesto estaba picándome, como si creyera que mentía.

—Está claro que necesita comenzar el entrenamiento cuanto antes —dijo Román levantando un segundo la mirada del móvil.
—Mañana comienza las clases de nuevo y debería descansar…
El abuelo levantó la mano para que mi padre guardara silencio.
—Por la tarde será un momento perfecto, yo mismo le acompañaré.
—Cuanto antes, mejor —apoyó Ernesto sonriendo confiadamente.
Deseé que cuando entrenáramos me hiciera pelear contra él para poder borrarle esa sonrisa pretenciosa de la cara a golpes.

El Relojero es un relato inédito y original de Marta Cruces Díaz, administradora del Cuaderno de Ireth 2012
Siguiente

1 comentario:

Malabaricien dijo...

Fantástico! Me ha encantado la situación ciertamente cómica con el pijama de los pitufos, jaja