lunes, 15 de octubre de 2012

El Relojero (XIV)

Hola a todos un lunes más al Cuaderno de Ireth, como cada semana (siempre dentro de mis posibilidades), vengo a compartir con vosotros una entrega más de este relato inédito que lleva por título El Relojero.
Nos encontramos casi en la recta final con todas las fichas dispuestas y espero que disfrutéis con la lectura de esta entrega número catorce.

Si queréis empezar a leer el relato desde el principio, os dejo AQUÍ un enlace al índice desde el que podéis acceder a la primera entrega y de ahí, ir avanzando.
No os olvidéis, como siempre os pido, de compartir el relato en vuestras redes sociales porque para vosotros es sólo darle a un botón mientras que a mí me hacéis muy feliz.


El Relojero

La mañana siguiente amaneció lluviosa y mi cuerpo me gritaba que no me levantara de la cama, estaba pensando en ceder cuando mi padre se asomó para despedirse.
—¿Aún estás así? —gruñí a modo de respuesta— ¿No piensas ir al colegio? —mi padre se acercó a mi ventana y subió las persianas, yo rodé por la cama para escapar de la poca luz que entraba— ¿Sólo llevas un día de prácticas con Ernesto y le vas a dar la satisfacción de verte destruido?
Cuando había vuelto a casa la noche anterior, apenas había podido cenar y había estado más de una hora en la ducha, esperando a que mis músculos dejaran de temblar de cansancio, pero había logrado aguantar la compostura hasta que había entrado en mi casa. No había querido demostrar delante de Ernesto lo hecho polvo que me había dejado.
Me incorporé en la cama y mi padre se sentó en mi cama, sonriéndome.
—Venga, Marco —me dio unos golpecitos de ánimo en un hombro—. Tienes que demostrarle a ese imbécil de qué pasta estás hecho.


Mi padre se fue a trabajar y yo desayuné mientras mi sonido de fondo era la regadera del abuelo. Consulté el reloj de la cocina para controlar que aún llegaba a tiempo de coger la ruta y fui a cambiarme. Mis movimientos eran torpes y lentos por lo que no quise pensar en el espectáculo que daría esa tarde en el entrenamiento de Ernesto.
Cuando me encontré en la calle, abrí el paraguas y respiré profundamente el olor a lluvia y a otoño. A esas horas había pocas personas y, las que había, iban corriendo porque llegaban tarde a sus destinos.
Encendí el reproductor de música y me aislé de todo: el sonido de la lluvia, el chapoteo de mis zapatos, mi mochila cargado de libros y el malestar por tener que volver a entrenar aquella tarde. Estaba a punto de suspirar cuando algo me cortó la respiración.

Un mal presentimiento cruzó mi mente e hizo que me volviera sobre mí mismo. Me quité los auriculares, esperé pacientemente pero nada se movió, ni siquiera había nadie en la calle que estaba dejando atrás. Volví hacia delante y me la encontré de frente.
Sus ojos ambarinos me observaban atentamente y su melena del color de la miel volaba, sacudida por el viento. Un relámpago iluminó sus ojos. La imagen me fascinó al mismo tiempo que me aterró.
Avanzó un paso e hizo que la palma de su mano impactara contra mi pecho, trastabillé un metro hacia atrás y solté el paraguas. Obligué a mi cuerpo cansado a ponerse en tensión y miré a la chica que tan desesperadamente pretendía hacerse con mi reloj.
Corrimos al encuentro del otro y descargamos golpes sucesivamente, nos esquivamos y agarrábamos como si estuviéramos en una danza de peligro y muerte. Al tenerla cerca aspiré el olor de la lluvia y del ácido limón. Con una patada me acertó en el costado pero yo agarré su pierna y la lancé al suelo contra un charco. El agua salpicó contra los dos, empapados y entonces fui consciente de no haber detenido el tiempo como en las anteriores ocasiones que nos habíamos encontrado.

Nerea me dio un puñetazo en la mandíbula y me provocó un dolor en los dientes que me hizo ver las estrellas.
—¡¿Marco?! —exclamó con sorpresa una voz conocida.
Intenté agarrar a la chica pero volvió a esfumarse entre mis manos como si no existiera. Me volví hacia Dani que recogía el paraguas y la mochila, que estaban completamente calados. Él se acercó corriendo a donde estaba yo paralizado.
—¿Qué ha pasado? ¿Quién era ella?

Palpé la pechera de mi jersey, buscando el tacto frío y tranquilizador del reloj. Cuando noté que continuaba en movimiento me tranquilicé un poco, pero el mal presentimiento no me abandonó inmediatamente.
—Algo va mal —musité llevándome la uña del pulgar a los labios para morderla.
Dani me golpeó la mano.
—No me seas enigmático ¿qué pasa? Esa era la chica que quiere robarte el reloj ¿verdad? —asentí sin salir aún de mi ensimismamiento— Por eso ha desaparecido sin más.
—Sí, es ella pero ha ocurrido algo. Las otras veces que nos hemos enfrentado, yo he detenido el tiempo como forma de protección pero esta vez no ha sido así.
—¿Y?
—Que creo que el reloj empieza a no poder controlar mis poderes, Dani. El tiempo se me agota…


Cuando entré en clase, mi tensión se encontraba por las nubes ya que había pasado todo la ruta dándole vueltas a mi situación. Busqué con ansias a Diana entre mis compañeros y no la encontré. No estaba en su sitio ni con su grupo de amigas. Me pregunté si Nerea habría podido descubrir que ella era la Relojera y se encontraba en peligro por mi culpa. Estaba a punto de ir a llamar a mi padre cuando alguien me tocó el hombro.
Me giré y vi que Diana me miraba desde detrás de sus enormes gafas de pasta. Pensé que era capaz de darle un abrazo allí mismo delante de todos pero logré contenerme.

—¿Estás bien? —pregunté sintiendo como el nudo que tenía en la garganta cedía un poco.
—Aún sorprendida pero tú necesitas que te ayude.
Respiré hondo y sonreí.
—No sabes lo que me alegra escucharte decir eso.
—¿Por qué? —en ese momento, la profesora de lengua y literatura entró en el aula— Hablamos en el recreo largo ¿de acuerdo?
A lo largo de las clases sentí que la humedad de mi ropa iba a resfriarme pero ninguno de mis compañeros tenía prendas de repuesto aquel día y los martes no teníamos Educación Física por lo que ni siquiera tenía el chándal. En clase de matemáticas acabaron por expulsarme de clase por los estornudos con los que estuve molestando y en el pasillo, helado por no tener calefacción, supe que no tardaría en tener fiebre.

Maldije a Nerea y su manía de dejarme en situaciones desagradables. Pensé que seguramente ella estaría bien seca en su gruta secreta y malvada, me la imaginé con todo lujo de detalles delante de una chimenea con calaveras y pensando en su próximo ataque.
Un jersey del colegio entró en mi campo de visión de forma tan brusca que casi me choco contra las taquillas.
—Toma —me tendió Alba secamente.
Lo agarré con manos temblorosas y le di las gracias.
—Vete a cambiar al baño y debajo tienes un pantalón del chándal del colegio mientras el vaquero se seca —indicó sin ninguna modulación en la voz.

Me quedé en el sitio, mirando su rostro completamente atónito.
—¿¡Qué!? —casi gritó enrojeciendo violentamente.
—¿Por qué me ayudas? —pregunté sintiendo que cada sílaba retumbaba en mi cerebro.
—Escuché que te habías caído en un charco y no encontrabas nada de ropa seca, tuve que ir a objetos perdidos a recoger la carpeta que olvidé ayer —me enseñó que la llevaba en la mano— y, como vi que tenían esa ropa, pensé que te vendría bien.
—Gracias.
—Como no vayas a cambiarte ya, va a salir el de mates y nos va a ver aquí como pánfilos así que ¡venga!


El pantalón del chándal me venía pequeño mientras que el jersey grande pero sentirme entre tejido caliente fue el mayor placer del universo. Salí al pasillo y no encontré a Alba por ningún lado por lo que supuse que había entrado de nuevo en el aula. Me asomé a una de los ventanucos que conectaban con el interior de la clase y vi como tomaba apuntes. Fruncía la frente cuando el profesor explicaba algo nuevo, intentando entenderlo. Sonreí y supe que Alba me gustaba de verdad.
No sabía cómo había empezado pero el calor agradable que emanaba de mi corazón se debía a ella y tenía que demostrarlo de algún modo. Empecé a pensar la mejor forma de abordar el tema en la salida del fin de semana cuando me topé con mi sentido común. Esa misma mañana me habían atacado, los últimos días no había tenido nada más en la cabeza que problemas ¿cómo iba a meter a Alba en aquella situación? No podía imaginar la posibilidad de tener un viernes o un sábado tranquilo para ir al cine con mis amigos, tenía que concentrarme en entrenar con Ernesto y mantener a la Relojera segura.
Volví la mirada hacia ella y me encontré que me la devolvía. Sonreí un poco y lo repitió pero hubo algo en sus ojos, como si tratara de averiguar algo con mirarme, que me provocó un escalofrío recorriendo mi espalda.

Cuando llegó el recreo largo del día corrí al encuentro de Diana quien me guió al aula en el que habíamos estado el día anterior.
—Muchas gracias por ayudarme, de verdad —le dije cuando nos encontrábamos a solas.
—Aún no he hecho nada, Marco —contestó visiblemente incómoda.
Guardé silencio, pensando que quizás estaba presionando demasiado a Diana y ella necesitaba hacerse a la idea de lo que tenía que hacer. Me fijé en que tenía los ojos hinchados y la nariz enrojecida, como si hubiera estado llorando recientemente. Estuve tentado de preguntarle si tenía algún problema cuando ella tomó la iniciativa.
—He estado pensando en ello y creo que tiene sentido que pueda arreglarlo —entrecerré los ojos sin comprender a dónde quería llegar—. Verás, desde que soy pequeña he estado trasteando con todo tipo de objetos mecánicos. Con decirte que mis padres me prohíben acercarme al mando de la televisión por la de veces que lo he destripado.
Sonreí, agradecido por su intención de aligerar la situación y ayudarme con ese mal trago.
—¿Esta mañana te ha ocurrido algo? ¿Por qué estabas tan mojado?
—Un perro —sus ojos brillaron de forma extraña— se me tiró encima y caí encima de un charco.

Mi última intención era asustar más a Diana, necesitaba que ella confiara en mí no que pensara que iban a secuestrarla para que hiciera un dispositivo para la Hija del Movimiento.
—Me alegro de que no haya sido nada —ella sonrió y mostró una hilera de dientes bien alineados.
—Por mí no tienes que preocuparte, lo único que quiero es que me arregles el reloj.
Diana asintió con seguridad.
—He estado pensando en ello —movió una de sus manos y atrapó la cadena en la que el reloj colgaba—. Creo que necesitaré mirar cómo funciona con tranquilidad.
—Sí, por supuesto.
Me desabroché el collar y sentí que algo de mí se iba con el brillo plateado del aparato. Cuando Diana lo tuvo en la mano pareció fascinada por el reloj, siguió con los ojos el lento movimiento de las agujas, le dio vueltas entre sus dedos y acarició las muescas de la tapa trasera que le permitirían ver su mecanismo.
—¿Lo podría tener hasta mañana? —preguntó sin dejar de mirarlo.
Fruncí el ceño y, llevado por un impulso, se lo quité de la mano con brusquedad.
—No, no puedo separarme de él.

El corazón me latía fuertemente, podía escucharlo con toda claridad en mis oídos. La idea de dejar a otra persona el reloj que me mantenía atado a aquel momento, me aterraba. Aunque fuera la misma que debía salvarme la vida arreglándolo.
—Lo siento —me disculpé dándome cuenta de lo perpleja que se había quedado—. Es sólo que…
Diana levantó una mano.
—No, Marco, lo siento yo. Ayer me dijiste que no podías quitártelo porque era lo único que te protegía de tu poder y voy yo a pedirte que me lo prestes…
Nos quedamos en silencio y mirándonos fijamente, el reloj parecía latir en mi puño cerrado.

El Relojero es un relato inédito y original de Marta Cruces Díaz, administradora del Cuaderno de Ireth 2012
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1 comentario:

Malabaricien dijo...

Creo que cuando algo está bien hay que felicitarlo, como es el caso. Lo que me extraña es que seamos poquitos los que comentamos las entradas de El Relojero con lo chulo que es el relato. Muchas gracias, y ahora a esperar otra semanita, que ya queda poco para terminar, que nervios!