Nueva entrega del Relojero en este lunes. Ya nos encontramos en la recta final. No quiero olvidarme de recordaros que, si os gusta, lo compartáis en vuestras redes sociales y no dudéis en comentar porque agradezco los comentarios ^^
Os dejo AQUÍ el link al índice por si sois nuevos y os preguntáis qué es eso del Relojero.
Sin más, volvemos con Marco:
El Relojero
No había parado de llover durante todo el día y mi ánimo había ido cayendo cada vez más. Pese a lo que había ocurrido esa mañana, Dani continuaba enfadado conmigo por no poder decirle la verdad; no había podido darle las gracias a Alba por la ropa porque cada vez que intentaba acercarme a ella, parecía recordar que tenía algo que hacer, lo único bueno de ese día era que Diana y yo habíamos quedado a cenar en mi casa porque mi padre salía a jugar al póquer y mi abuelo le iba a acompañar.
Me emocionaba ver tan cerca el arreglo del reloj pero todo lo demás parecía ir a peor. La fiebre había comenzado a subir un rato después de hablar sobre esa noche y sólo pensar en el entrenamiento con Ernesto, me daba ganas de devolver pero el tiempo iba pasando inexorablemente hasta que me encontré en el asiento del copiloto del coche. Cerré los ojos deseando que todo pasara lo más rápido posible.
Mi abuelo tuvo que sacudirme cuando entramos en el garaje del edificio del Proyecto Ulises porque me había quedado dormido.
—Estás ardiendo, Marco —me dijo con preocupación.
Entreabrí los ojos y a través de mi ventana apareció la figura de Ernesto. Tragué saliva y el esfuerzo de mi garganta fue como si me clavaran agujas. Salí del coche y me planté deseando que el mundo se estuviera quieto unos instantes.
—¿Te encuentras bien?
Negué con la cabeza, porque decir lo contrario me parecía una auténtica estupidez, y me encaminé hacia la puerta que habíamos cruzado el día anterior, que me parecía que se encontraba a años luz de ese momento. Escuché los pasos de Ernesto detrás de mí y el coche de mi abuelo saliendo del aparcamiento.
Me cambié de ropa por segunda vez en aquel día y volví a sentirme un poco mejor.
—¿Qué es lo que ha pasado? —preguntó él cruzándose de brazos.
—Esta mañana me ha vuelto a atacar la Hija del Movimiento, hemos caído a un charco y me he debido resfriar.
Ernesto enarcó una ceja.
—¿Tú crees? —preguntó sarcásticamente.
—Mira, me da igual si piensas que soy estúpido —estaba tan agotado que me daba igual decir lo primero que me pasara la cabeza—. Así que pongámonos con el infierno que tienes preparado para hoy.
—Siéntate —indicó con un gesto, cuando estuve sentado se agachó delante de mí y me observó—. ¿No congelaste el agua? —negué con la cabeza— Eso significa que el deterioro del reloj está yendo más rápido de lo que creíamos.
—¿Entonces me queda menos tiempo? —pregunté.
—Puede que tu poder se activara antes de ser atacado por la chica, quizás cuando dormías o cualquier momento que estuvieras distraído…
Ernesto no parecía estar hablándome a mí sino a sí mismo, se puso en pie y caminó de un lado a otro, pasándose una mano sobre el pelo. Empezó a ponerme nervioso.
—Oye, si no me vas a entrenar, mejor me voy a casa —dije haciendo ademán de levantarme.
—No, espera un momento, ahora vuelvo.
La puerta se cerró detrás de él y me tomé la libertad de acostarme en el incómodo banco de flexiones en el que me había sentado. Me aovillé para conservar el mayor calor posible en mi cuerpo y el tiempo pasó arrastrándose a mí lado.
No sé cuanto llevaba tumbado allí cuando alguien me retiró unos mechones de la frente empapada, haciéndome abrir los ojos. Los ojos azules de Ernesto brillaban con algo cercano a la preocupación. De no haberme encontrado tan mal, hubiera soltado algún comentario jocoso para reírme de él pero sólo fui capaz de encogerme más sobre mí mismo.
—Bébete esto —ordenó Ernesto—, te hará efecto rápido y durará hasta que te acuestes.
Me tendía una ampolla que contenía un líquido transparente. Con gran esfuerzo me incorporé y agarré el medicamento, bebiéndolo de una sola vez. Su sabor era amargo y quemó mi garganta como si se tratara de alcohol, tosí con los ojos llorosos y Ernesto me dio unos golpes en la espalda hasta que dejé de convulsionarme. Se sentó a mi lado y nos miramos de reojo.
—¿Por qué pareces tan preocupado? —pregunté sin poder evitarlo.
—Creo que no tienes la menor idea de lo que esto significa para mí, Marco. Llevo toda la vida preparándome para entrenarte, todo el Proyecto Ulises gira en torno a ti y yo tengo que asegurarme de hacerte el mejor viajero de todos los tiempos.
—Sin presiones ¿no?
Ernesto se rió muy bajito y, por primera vez, no había desprecio en ella.
—Es increíble lo poco que te pareces a tu padre.
—¿Por qué lo dices? —de repente mi cabeza comenzó a aclararse.
—No importa —se puso en pie y recuperó el ceño fruncido de su frente—. ¿Te encuentras mejor?
Asentí lentamente, me sentía más ligero y la fiebre parecía haberse evaporado momentáneamente.
—Aprovechemos lo que nos queda para hacer algunas pruebas de potencia.
La delicadeza que Ernesto me había mostrado momentos antes se me olvidó en cuanto comenzó a someterme al entrenamiento.
En primer lugar me situó frente a un sacó de boxeo que él sujetaba y me hizo golpearlo hasta quedar conforme con mi agotamiento. Me aleccionó acerca de la correcta forma de enfrentarme a ese objeto que era realizar unos golpes potentes para insensibilizar los músculos y huesos de los brazos y las piernas con el fin de ser capaz, más adelante, de realizarlos en un combate real con mayor velocidad. Llevaba unas vendas cubriéndome prácticamente toda la mano y la muñeca, y unas en los pies por debajo de los calcetines. Al cabo de un rato, Ernesto no sujetaba el saco y yo daba vueltas alrededor del objeto golpeándole con todas mis fuerzas.
Durante el segundo ejercicio, hice una tabla sin emplear ninguna máquina, hice secuencias de flexiones de cincuenta repeticiones y después repetí lo mismo con abdominales, todo bajo la atenta mirada de Ernesto.
Por último me tendió una cuerda y me tuvo saltando en el mismo sitio un tiempo indeterminado. Comenzaba a sentir el agarrotamiento de mis músculos cuando me tendió una botella de agua y una toalla.
—¿Cómo te encuentras? —me preguntó.
—Bien ¿qué fue lo que me diste antes?
—Es un antibiótico muy concentrado para que haga efecto muy rápido. He cogido uno más lento para que te lo tomes esta noche después de cenar —me explicó dándome otra ampolla de cristal.
—Gracias.
Ernesto se encogió de hombros y se dio la vuelta. Sonreí un momento mientras apretaba entre mis dedos la medicina y observaba la espalda del que parecía poder abandonar el TOP 10 de merecedores de odio eterno.
Estaba leyendo uno de los diarios del Viajero cuando sonó el timbre, pegué un salto del sofá y le abrí la puerta a Diana. Llevaba unos vaqueros que se le habían empapado hasta la altura de las rodillas y un chubasquero azul oscuro que le quedaba enorme.
—Odio la lluvia —se quejó retirándose la capucha.
Llevaba el cabello recogido en una espesa trenza un poco deshecha y las gafas estaban empañadas. Le hice quitarse el chubasquero y fui hacia mi habitación, volviendo con uno de mis pantalones de deporte.
—Te va a ir grande pero así no coges un resfriado.
—Gracias, ¿tú como te encuentras?
—Como nuevo —sonreí para después hacerle un gesto hacia el baño para que se cambiara.
Salió con mis pantalones que le iban tan largos que se los había tenido que remangar en la cintura. Estaba limpiando las gafas con su sudadera mientras lo observaba todo con avidez. Yo estaba en la cocina, calentando la sopa y los filetes que teníamos para cenar cuando ella se sentó en uno de los taburetes para continuar su limpieza. Me di la vuelta y vi sus ojos sin los cristales ocultándolos por primera vez: eran de un color marrón almendrado pero sin las gafas se podía ver su profundidad. Tuve la sensación de encontrarme frente a un abismo insondable y un escalofrío recorrió mi espina dorsal.
—¿Pasa algo? —preguntó Diana volviendo a ponerse las gafas y rompiendo el hechizo.
Me reí nerviosamente y volví a prestarle atención a la cena, preguntándome que me estaba ocurriendo con las chicas últimamente. Tenía que evitar quedarme mirando fijamente o empezaría a tener muchos problemas.
—Nada, sólo que ha sido un día muy largo y estoy agotado.
—Si quieres lo dejamos para otro día y…
—¡No! —exclamé— Este es el único día de la semana en que mi padre y mi abuelo salen así que tiene que ser hoy. No te preocupes y gracias por venir tú porque con lo mal que me encontraba yo.
—La verdad es que esperaba verte enfermo, arrastrándote por las esquinas y sudando como si no hubiera mañana, pero estás como una rosa.
Apagué la cocina y pusimos la mesa juntos. Cuando estuvimos sentados fue cuando me atreví a abordar el tema.
—Es bastante posible que no nos quede tanto tiempo como esperábamos.
—¿Quieres decir que no tenemos dos semanas?
—Creo que tengo como mucho seis días —contesté llevándome la uña del pulgar a la boca.
—¡Eso es poquísimo tiempo! Aún no tengo ni idea de cómo se supone que tengo que ayudarte…
—Sí, por eso he pensado que sería más fácil si me dejaras decirle a mi padre que eras la Relojera.
—No —Diana se levantó de golpe como si la hubieran pinchado—, por favor Marco, no puedes decírselo a nadie, me lo prometiste.
—Lo sé —la agarré del brazo para que no se fuera—. Te lo prometí pero también… yo puedo morir si no arreglas este reloj, Diana. Estoy completamente en tus manos.
Ella me miró la mano que tenía en su brazo.
—Estás temblando —susurró como si acabara de darse cuenta de lo importante que era eso—. Marco, lo lamento —me cogió la mano con la suya y la apretó con fuerza—, es que no tengo ni idea...
—Por eso quiero que me dejes ayudarte. Mi padre seguramente sepa qué es lo que tiene que hacer el Relojero, nos puede ayudar.
Nos quedamos sumidos en un silencio muy pesado, yo estaba a punto de desvanecerme mientras ella parecía estar deseando salir corriendo.
—De acuerdo pero con una condición —Diana respiró hondo—. Espera a mañana.
—¿Se lo podré decir a mi padre mañana? —pregunté sintiendo esperanza nuevamente.
Ella asintió y sonrió lentamente.
La cena continuó sin más problemas y Diana estuvo un rato mirando el reloj y apuntando cosas en una libreta que había traído.
—Qué aplicada eres —bromeé.
—Hombre, de algún modo tengo que empezar si no puedo llevármelo a casa.
Volví a sentirme atacado en lo más hondo después de esa frase.
Cuando Diana se marchó, volví a la lectura del diario que había dejado a medias. Era el de mi abuelo y hablaba bastante acerca de su Relojero. Le describía como un hombre reservado pero extremadamente calmado que había contraído matrimonio con una de sus hermanas. No contaba mucho acerca de cómo se había llevado a cabo el arreglo porque parecía que el abuelo no comprendía nada de lo que el Relojero estaba haciendo, sólo hacía hincapié una y otra vez en la misma frase:
“Está claro que lo más difícil es abrirlo”
Me estaba quedando dormido en el sofá cuando sonó el teléfono de casa, descolgué preguntándome quién llamaría a esas horas entre semana y la voz cabreada de Dani me sacó de mis cavilaciones.
—¿Qué pasa? ¿Ahora me va a ser más complicado hablar con mi mejor amigo que con la chica de mis sueños?
—Perdón, estaba leyendo uno de los diarios —expliqué con la voz amodorrada.
—Y por tu voz podría decir que te parece de lo más apasionante —adivinó sarcásticamente.
—Es que le falta contarme las veces que va al baño —me quejé dejando a un lado el libro.
—La verdad es que no pensaba que me fueras a coger tú el teléfono, llamaba para preguntar cómo te encontrabas.
—Mejor, esta tarde me he tomado un antibiótico que ha sido instantáneo.
—Vale…
—A ver, dime qué quieres de verdad.
—¡Oye! ¿Por qué piensas que quiero algo? —dejé que el silencio respondiera por sí solo— Está bien, sólo quería hacerte una pregunta.
—¿Cuál?
—Diana es la Relojera ¿verdad?
—¡¿Qué?! —casi grité con voz de pito.
—Venga, Marco, te conozco de sobra. Nunca en tu vida le has dirigido más que los buenos días y de repente os ven dos veces entrando a solas en un aula vacía.
—Ella me hizo prometer que no se lo dijera a nadie —contesté.
—¿Por qué?
—¿Por qué que?
—¿Por qué no quiere lo sepa nadie?
Me encogí de hombros aunque él no me viera.
—No sé, supongo que está asustada, Dani.
—¿Asustada? ¿tú estás en peligro de muerte y ella es la que se asusta?
—¿Qué quieres decir?
—Pues que ahí hay algo raro, Marco. Además está en mayor peligro si no se lo dices a tu padre, imagínate que la loca esa que quiere matarte descubre que es la Relojera.
—¿Cómo va a descubrirlo?
—¿Acaso no lo he descubierto yo?
La pregunta quedó suspendida en el aire y el miedo me inundó por dentro.
El Relojero es un relato inédito y original de Marta Cruces Díaz, administradora del Cuaderno de Ireth 2012
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Sin más, volvemos con Marco:
El Relojero
No había parado de llover durante todo el día y mi ánimo había ido cayendo cada vez más. Pese a lo que había ocurrido esa mañana, Dani continuaba enfadado conmigo por no poder decirle la verdad; no había podido darle las gracias a Alba por la ropa porque cada vez que intentaba acercarme a ella, parecía recordar que tenía algo que hacer, lo único bueno de ese día era que Diana y yo habíamos quedado a cenar en mi casa porque mi padre salía a jugar al póquer y mi abuelo le iba a acompañar.
Me emocionaba ver tan cerca el arreglo del reloj pero todo lo demás parecía ir a peor. La fiebre había comenzado a subir un rato después de hablar sobre esa noche y sólo pensar en el entrenamiento con Ernesto, me daba ganas de devolver pero el tiempo iba pasando inexorablemente hasta que me encontré en el asiento del copiloto del coche. Cerré los ojos deseando que todo pasara lo más rápido posible.
Mi abuelo tuvo que sacudirme cuando entramos en el garaje del edificio del Proyecto Ulises porque me había quedado dormido.
—Estás ardiendo, Marco —me dijo con preocupación.
Entreabrí los ojos y a través de mi ventana apareció la figura de Ernesto. Tragué saliva y el esfuerzo de mi garganta fue como si me clavaran agujas. Salí del coche y me planté deseando que el mundo se estuviera quieto unos instantes.
—¿Te encuentras bien?
Negué con la cabeza, porque decir lo contrario me parecía una auténtica estupidez, y me encaminé hacia la puerta que habíamos cruzado el día anterior, que me parecía que se encontraba a años luz de ese momento. Escuché los pasos de Ernesto detrás de mí y el coche de mi abuelo saliendo del aparcamiento.
Me cambié de ropa por segunda vez en aquel día y volví a sentirme un poco mejor.
—¿Qué es lo que ha pasado? —preguntó él cruzándose de brazos.
—Esta mañana me ha vuelto a atacar la Hija del Movimiento, hemos caído a un charco y me he debido resfriar.
Ernesto enarcó una ceja.
—¿Tú crees? —preguntó sarcásticamente.
—Mira, me da igual si piensas que soy estúpido —estaba tan agotado que me daba igual decir lo primero que me pasara la cabeza—. Así que pongámonos con el infierno que tienes preparado para hoy.
—Siéntate —indicó con un gesto, cuando estuve sentado se agachó delante de mí y me observó—. ¿No congelaste el agua? —negué con la cabeza— Eso significa que el deterioro del reloj está yendo más rápido de lo que creíamos.
—¿Entonces me queda menos tiempo? —pregunté.
—Puede que tu poder se activara antes de ser atacado por la chica, quizás cuando dormías o cualquier momento que estuvieras distraído…
Ernesto no parecía estar hablándome a mí sino a sí mismo, se puso en pie y caminó de un lado a otro, pasándose una mano sobre el pelo. Empezó a ponerme nervioso.
—Oye, si no me vas a entrenar, mejor me voy a casa —dije haciendo ademán de levantarme.
—No, espera un momento, ahora vuelvo.
La puerta se cerró detrás de él y me tomé la libertad de acostarme en el incómodo banco de flexiones en el que me había sentado. Me aovillé para conservar el mayor calor posible en mi cuerpo y el tiempo pasó arrastrándose a mí lado.
No sé cuanto llevaba tumbado allí cuando alguien me retiró unos mechones de la frente empapada, haciéndome abrir los ojos. Los ojos azules de Ernesto brillaban con algo cercano a la preocupación. De no haberme encontrado tan mal, hubiera soltado algún comentario jocoso para reírme de él pero sólo fui capaz de encogerme más sobre mí mismo.
—Bébete esto —ordenó Ernesto—, te hará efecto rápido y durará hasta que te acuestes.
Me tendía una ampolla que contenía un líquido transparente. Con gran esfuerzo me incorporé y agarré el medicamento, bebiéndolo de una sola vez. Su sabor era amargo y quemó mi garganta como si se tratara de alcohol, tosí con los ojos llorosos y Ernesto me dio unos golpes en la espalda hasta que dejé de convulsionarme. Se sentó a mi lado y nos miramos de reojo.
—¿Por qué pareces tan preocupado? —pregunté sin poder evitarlo.
—Creo que no tienes la menor idea de lo que esto significa para mí, Marco. Llevo toda la vida preparándome para entrenarte, todo el Proyecto Ulises gira en torno a ti y yo tengo que asegurarme de hacerte el mejor viajero de todos los tiempos.
—Sin presiones ¿no?
Ernesto se rió muy bajito y, por primera vez, no había desprecio en ella.
—Es increíble lo poco que te pareces a tu padre.
—¿Por qué lo dices? —de repente mi cabeza comenzó a aclararse.
—No importa —se puso en pie y recuperó el ceño fruncido de su frente—. ¿Te encuentras mejor?
Asentí lentamente, me sentía más ligero y la fiebre parecía haberse evaporado momentáneamente.
—Aprovechemos lo que nos queda para hacer algunas pruebas de potencia.
La delicadeza que Ernesto me había mostrado momentos antes se me olvidó en cuanto comenzó a someterme al entrenamiento.
En primer lugar me situó frente a un sacó de boxeo que él sujetaba y me hizo golpearlo hasta quedar conforme con mi agotamiento. Me aleccionó acerca de la correcta forma de enfrentarme a ese objeto que era realizar unos golpes potentes para insensibilizar los músculos y huesos de los brazos y las piernas con el fin de ser capaz, más adelante, de realizarlos en un combate real con mayor velocidad. Llevaba unas vendas cubriéndome prácticamente toda la mano y la muñeca, y unas en los pies por debajo de los calcetines. Al cabo de un rato, Ernesto no sujetaba el saco y yo daba vueltas alrededor del objeto golpeándole con todas mis fuerzas.
Durante el segundo ejercicio, hice una tabla sin emplear ninguna máquina, hice secuencias de flexiones de cincuenta repeticiones y después repetí lo mismo con abdominales, todo bajo la atenta mirada de Ernesto.
Por último me tendió una cuerda y me tuvo saltando en el mismo sitio un tiempo indeterminado. Comenzaba a sentir el agarrotamiento de mis músculos cuando me tendió una botella de agua y una toalla.
—¿Cómo te encuentras? —me preguntó.
—Bien ¿qué fue lo que me diste antes?
—Es un antibiótico muy concentrado para que haga efecto muy rápido. He cogido uno más lento para que te lo tomes esta noche después de cenar —me explicó dándome otra ampolla de cristal.
—Gracias.
Ernesto se encogió de hombros y se dio la vuelta. Sonreí un momento mientras apretaba entre mis dedos la medicina y observaba la espalda del que parecía poder abandonar el TOP 10 de merecedores de odio eterno.
Estaba leyendo uno de los diarios del Viajero cuando sonó el timbre, pegué un salto del sofá y le abrí la puerta a Diana. Llevaba unos vaqueros que se le habían empapado hasta la altura de las rodillas y un chubasquero azul oscuro que le quedaba enorme.
—Odio la lluvia —se quejó retirándose la capucha.
Llevaba el cabello recogido en una espesa trenza un poco deshecha y las gafas estaban empañadas. Le hice quitarse el chubasquero y fui hacia mi habitación, volviendo con uno de mis pantalones de deporte.
—Te va a ir grande pero así no coges un resfriado.
—Gracias, ¿tú como te encuentras?
—Como nuevo —sonreí para después hacerle un gesto hacia el baño para que se cambiara.
Salió con mis pantalones que le iban tan largos que se los había tenido que remangar en la cintura. Estaba limpiando las gafas con su sudadera mientras lo observaba todo con avidez. Yo estaba en la cocina, calentando la sopa y los filetes que teníamos para cenar cuando ella se sentó en uno de los taburetes para continuar su limpieza. Me di la vuelta y vi sus ojos sin los cristales ocultándolos por primera vez: eran de un color marrón almendrado pero sin las gafas se podía ver su profundidad. Tuve la sensación de encontrarme frente a un abismo insondable y un escalofrío recorrió mi espina dorsal.
—¿Pasa algo? —preguntó Diana volviendo a ponerse las gafas y rompiendo el hechizo.
Me reí nerviosamente y volví a prestarle atención a la cena, preguntándome que me estaba ocurriendo con las chicas últimamente. Tenía que evitar quedarme mirando fijamente o empezaría a tener muchos problemas.
—Nada, sólo que ha sido un día muy largo y estoy agotado.
—Si quieres lo dejamos para otro día y…
—¡No! —exclamé— Este es el único día de la semana en que mi padre y mi abuelo salen así que tiene que ser hoy. No te preocupes y gracias por venir tú porque con lo mal que me encontraba yo.
—La verdad es que esperaba verte enfermo, arrastrándote por las esquinas y sudando como si no hubiera mañana, pero estás como una rosa.
Apagué la cocina y pusimos la mesa juntos. Cuando estuvimos sentados fue cuando me atreví a abordar el tema.
—Es bastante posible que no nos quede tanto tiempo como esperábamos.
—¿Quieres decir que no tenemos dos semanas?
—Creo que tengo como mucho seis días —contesté llevándome la uña del pulgar a la boca.
—¡Eso es poquísimo tiempo! Aún no tengo ni idea de cómo se supone que tengo que ayudarte…
—Sí, por eso he pensado que sería más fácil si me dejaras decirle a mi padre que eras la Relojera.
—No —Diana se levantó de golpe como si la hubieran pinchado—, por favor Marco, no puedes decírselo a nadie, me lo prometiste.
—Lo sé —la agarré del brazo para que no se fuera—. Te lo prometí pero también… yo puedo morir si no arreglas este reloj, Diana. Estoy completamente en tus manos.
Ella me miró la mano que tenía en su brazo.
—Estás temblando —susurró como si acabara de darse cuenta de lo importante que era eso—. Marco, lo lamento —me cogió la mano con la suya y la apretó con fuerza—, es que no tengo ni idea...
—Por eso quiero que me dejes ayudarte. Mi padre seguramente sepa qué es lo que tiene que hacer el Relojero, nos puede ayudar.
Nos quedamos sumidos en un silencio muy pesado, yo estaba a punto de desvanecerme mientras ella parecía estar deseando salir corriendo.
—De acuerdo pero con una condición —Diana respiró hondo—. Espera a mañana.
—¿Se lo podré decir a mi padre mañana? —pregunté sintiendo esperanza nuevamente.
Ella asintió y sonrió lentamente.
La cena continuó sin más problemas y Diana estuvo un rato mirando el reloj y apuntando cosas en una libreta que había traído.
—Qué aplicada eres —bromeé.
—Hombre, de algún modo tengo que empezar si no puedo llevármelo a casa.
Volví a sentirme atacado en lo más hondo después de esa frase.
Cuando Diana se marchó, volví a la lectura del diario que había dejado a medias. Era el de mi abuelo y hablaba bastante acerca de su Relojero. Le describía como un hombre reservado pero extremadamente calmado que había contraído matrimonio con una de sus hermanas. No contaba mucho acerca de cómo se había llevado a cabo el arreglo porque parecía que el abuelo no comprendía nada de lo que el Relojero estaba haciendo, sólo hacía hincapié una y otra vez en la misma frase:
“Está claro que lo más difícil es abrirlo”
Me estaba quedando dormido en el sofá cuando sonó el teléfono de casa, descolgué preguntándome quién llamaría a esas horas entre semana y la voz cabreada de Dani me sacó de mis cavilaciones.
—¿Qué pasa? ¿Ahora me va a ser más complicado hablar con mi mejor amigo que con la chica de mis sueños?
—Perdón, estaba leyendo uno de los diarios —expliqué con la voz amodorrada.
—Y por tu voz podría decir que te parece de lo más apasionante —adivinó sarcásticamente.
—Es que le falta contarme las veces que va al baño —me quejé dejando a un lado el libro.
—La verdad es que no pensaba que me fueras a coger tú el teléfono, llamaba para preguntar cómo te encontrabas.
—Mejor, esta tarde me he tomado un antibiótico que ha sido instantáneo.
—Vale…
—A ver, dime qué quieres de verdad.
—¡Oye! ¿Por qué piensas que quiero algo? —dejé que el silencio respondiera por sí solo— Está bien, sólo quería hacerte una pregunta.
—¿Cuál?
—Diana es la Relojera ¿verdad?
—¡¿Qué?! —casi grité con voz de pito.
—Venga, Marco, te conozco de sobra. Nunca en tu vida le has dirigido más que los buenos días y de repente os ven dos veces entrando a solas en un aula vacía.
—Ella me hizo prometer que no se lo dijera a nadie —contesté.
—¿Por qué?
—¿Por qué que?
—¿Por qué no quiere lo sepa nadie?
Me encogí de hombros aunque él no me viera.
—No sé, supongo que está asustada, Dani.
—¿Asustada? ¿tú estás en peligro de muerte y ella es la que se asusta?
—¿Qué quieres decir?
—Pues que ahí hay algo raro, Marco. Además está en mayor peligro si no se lo dices a tu padre, imagínate que la loca esa que quiere matarte descubre que es la Relojera.
—¿Cómo va a descubrirlo?
—¿Acaso no lo he descubierto yo?
La pregunta quedó suspendida en el aire y el miedo me inundó por dentro.
El Relojero es un relato inédito y original de Marta Cruces Díaz, administradora del Cuaderno de Ireth 2012
1 comentario:
Me has sorprendido, el final de este capítulo si que no me lo esperaba...
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