Un lunes más, el Relojero vuelve al blog con su entrega número dieciséis. Ya nos acercamos peligrosamente al final y no queda nada para descubrir qué es lo que le deparará el futuro a Marco.
Espero que disfrutéis de la historia y que me dejéis vuestro comentarios para poder mejorarla. Si acabáis de encontraros con esto, os cuento que si entráis AQUÍ, podéis empezar las aventuras de Marco desde el principio.
Para los lectores, os invito a compartir la entrada en vuestras redes sociales porque para vosotros es sólo un click y para mí significa mucho.
El Relojero
El dolor se extendía desde el principio de la nuca hasta mis sienes palpitantes, sentía el sudor frío por todo mi cuerpo y la tos seca que rebotaba en mi garganta me provocaba convulsiones que hacían crujir los muelles del somier de mi cama. Era dolorosamente consciente de no estar conciliando el sueño pese a haberme acostado poco después de colgar a Dani con la duda corroyéndome las entrañas.
En lo más profundo de mi mente comencé a escuchar unos pasos, fruncí el ceño porque el sonido procedía directamente de dentro, era como si alguien estuviera caminando sobre mis venas. Traté de concentrarme en el sonido y vi una falda del uniforme de mi colegio de la que surgían unas piernas bien formadas que se movían nerviosamente. La figura se fue formando en mi mente hasta que descubrí a la desgarbada e insegura Diana, una sensación de calidez flotaba en el ambiente y respiré hondo para disfrutarla. Mis pulmones no se llenaron de aire en ningún momento y empecé a ser consciente de encontrarme en un sueño.
Estaba subido al saliente de una ventana de un primer piso y observaba con detenimiento a Diana, miré hacia los lados para asegurarme de no ver a nadie más y entonces revolotearon a mi alrededor unos mechones de cabello rubio. Sin tener tiempo de pensar lo que eso significaba, me lancé sin miedo hacia abajo, surcando la distancia que me separaba de mi objetivo, quien gritó al ser derribada.
Me hice a un lado y le di la vuelta a Diana quien, según pude ver, estaba magullada en la frente y la mejilla derecha, le toqué con cuidado las zonas afectadas y vi mis manos delgadas y finas, de chica. La Relojera apretó los párpados un momento antes de abrir los ojos y mirarme con temor.
—¿Quién eres? —me preguntó.
Me desperté de golpe, incorporándome en la cama y sentí pinchazos en las sienes, recorriéndolas como si se trataran de calambres. Volví a derrumbarme sobre las sábanas que sentí frías y ajenas por culpa del sudor que había tenido durante toda la noche. El despertador interrumpió el silencio de mi habitación y me apresuré a apagarlo. Puse una mano en mi frente y la sentí ardiendo, como si estuviera tocando una estufa.
Entreabrí los ojos y, en un primer momento, mi habitación se me apareció borrosa, como si no fuera real y aún me encontrara en un sueño. Pensé en lo que acababa de soñar: yo había estado en el lugar de Nerea, sintiendo lo que ella sentía al atacar a Diana. ¿Qué era lo que me ocurría? ¿Por qué a cada día que pasaba me encontraba peor y me sentía menos yo que el día anterior?
Al otro lado de la puerta de mi habitación, mi padre comenzaba a fregar lo que había usado en el desayuno. Me levanté sintiendo mi cuerpo más pesado de lo normal y, cuando mi familia me miró, fui consciente del mal aspecto que debía tener esa mañana.
—Marco, estás pálido ¿qué te ocurre?
—Está enfermo desde ayer —intervino mi abuelo antes de volver con sus plantas—. Ernesto dice que cree que le queda menos tiempo del que pensábamos.
—Papá —musité caminando hacia la cocina y sintiendo como si cada paso fuera una maratón—, tengo algo que decirte.
Mi padre dejó el trapo de cocina que tenía en la mano y me guió a una silla, todo mi cuerpo temblaba de fiebre.
—Seguramente te vas a enfadar conmigo cuando te lo diga pero créeme cuando te digo que tenía mis razones para callármelo —expliqué con gran trabajo.
—Venga, dime lo que sea, no te preocupes —animó mi padre con suavidad.
Retorcí mis manos y clavé la mirada en ellas, mi piel había perdido completamente el color y las uñas estaban cogiendo un color morado.
—Sé quién es mi Relojera —mi padre me miró con gravedad—, lo descubrí hace un par de días pero me hizo prometer que no se lo diría a nadie hasta que se hiciera a la idea pero no sé cuánto tiempo me queda y… tengo miedo — expliqué sintiendo que la presión de mi pecho podía hacer que explotara a llorar en cualquier momento.
Mi padre me cogió de los hombros y los apretó, con seguridad pero pude notar un ligero temblor en sus manos, los útiles de mi abuelo hacía un momento que habían dejado de ser nuestro ruido de fondo y supe que también estaba pendiente de lo que hablábamos.
—Hijo, entiendes que has hecho mal en no decirlo antes ¿verdad? —asentí lentamente— ¿Quién es la Relojera?
—Es una compañera del colegio, nunca ha sido amiga mía así que no la conozco realmente pero es buena persona, quiere ayudarme.
—¿Sabes que lo más inteligente habría sido decírnoslo desde un primer momento? —preguntó mi abuelo al que escuché más cerca de lo que esperaba.
—Sí y lo siento pero pensé que no pasaba nada por darle un par de días para hacerse a la idea, la verdad es que a mí me hubiera gustado que me los dieran.
—Marco, por Dios, esto no es como tomar la decisión de a qué universidad vas a ir. Está en juego tu vida —murmuró mi padre apretando mis hombros con fuerza.
—Lo siento —susurré con una voz más débil.
El traqueteo del autobús parecía clavárseme en el cerebro con fuerza y me llevaba la mano a la frente una y otra vez, como si de ese modo pudiera detener el insistente dolor. El día parecía más cálido que el anterior y la sensación de fiebre me había abandonado gracias al medicamento que me había dado mi padre después de hacerme prometer que llevaría a Diana a casa aquella noche.
Tenía sobre las rodillas el diario de William y trataba de concentrarme para prestarle atención porque sabía que era importante. Había estado seleccionando algunos diarios y según un primer vistazo, el de William era en el que más se hablaba de su Relojero.
Decía que era alguien con quien siempre había tenido muy buena relación. Además todo el mundo se deshacía en alabanzas cuando se trataba de hablar de la capacidad mecánica porque todo los cacharros que le ponían delante, era capaz de arreglarlos pero nada de eso le había preparado para cuando William detuvo el tiempo y él fue el único en no congelarse.
Su rostro sorprendido era descrito con tanta claridad que podía imaginármelo delante de mí, con la boca desencajada y los ojos abiertos como platos. Cuando el Viajero le hubo contado la situación en la que se encontraba, el Relojero (del que nunca se revelaba el nombre para proteger su identidad) le había tachado de loco y había salido corriendo para alejarse de él. Cuando William había salido corriendo detrás de él, la Hija del Movimiento hizo acto de presencia e intentó llevarse al Relojero pero tras una pelea, consiguieron mantenerle a salvo.
Recordé el sueño que había tenido y volví a temer por la seguridad de Diana porque no tenía la menor idea de dónde se encontraba y si se encontraba bien, encima el dolor de cabeza no hacía más que empeorar mi situación porque no me dejaba pensar con fluidez.
El día transcurrió sin que hubiera sobresaltos. Durante uno de los descansos había apartado a Diana de clase y la había invitado a mi casa esa noche diciéndole que me iba a quedar solo, lo que era mentira pero no se me había ocurrido ninguna otra manera de convencerla para que fuera a mi casa y mi padre pudiera hablar con ella.
Por lo demás había estado tirado sobre mi pupitre, con los ojos cerrados y tratando de detener las palpitaciones que sacudían mi mente incansablemente.
En un momento indeterminado, Dani me sacudió suavemente y abrí los ojos, deslumbrado por la luz.
—¿Por qué no te vas a casa? Es una tontería que estés aquí perdiendo el tiempo.
—No lo entiendes Dani, tenía que venir, no podía quedarme en casa cuando Diana está aquí sin protección.
—¿Y por qué no se lo has dicho a tu padre para que ellos se encarguen? Vamos, se supone que es lo que tiene que hacer el tal Proyecto Ulises ¿no?
—¿Quieres no hablar tan alto? —le pedí sobresaltado.
—¿Alto? Si estoy susurrando tanto que parece que le he dado al mute —repuso haciendo alusión al botón del mando a distancia que lo silenciaba todo.
—Da igual, yo no me podía quedar en casa sabiendo que ella está aquí.
—Eres un poco masoca ¿lo sabías? —me encogí de hombros, rindiéndome ante la evidencia—. De todas formas, Marco ¿qué es lo que vas a hacer?
Miré discretamente alrededor y me aseguré de no tener a Diana cerca.
—Esta noche viene a mi casa y mi padre va a estar allí para hablar con ella.
—Ya me dirás lo que pasa, por cierto… que no se te olvide lo del fin de semana.
—¿Qué del fin de semana? —pregunté.
—Del cine con mi hermana y Cris, convencí a Alba ayer por la noche pero sólo va si vienes tú, dice que pasa de ir de sujeta velas así que no puedes fallarme.
Le miré con un ojo guiñado sin dar crédito a lo que escuchaba.
—¿Me lo estás diciendo en serio? ¿Estoy aquí con un dolor de cabeza que parece que me va a salir volando en cualquier momento y tú me dices que te acompañe a una cita?
—Es en el cine, seguro que puedes dormirte.
Me froté la cara para despejarme un poco y negué con la cabeza.
—De verdad que eres de lo que no hay —declaré con contundencia.
—¿Eso significa que vendrás? —preguntó para asegurarse.
—Lo intentaré —cedí tras suspirar.
Ernesto me recibió fríamente como los días anteriores, pero en sus ojos podía ver que algo había cambiado entre nosotros. Quizás no me veía tan niñato como en nuestros primeros encuentros o se había dado cuenta de que si moría de un constipado no podría viajar en el tiempo por mucho que me arreglaran el reloj.
—Hoy vamos a entrenar la resistencia si te encuentras bien.
—Pues entonces vamos bien porque estoy para el arrastre —me sinceré con la voz pastosa.
—¿Lo intentamos o prefieres que pida un coche para que te lleven a casa?
—Prefiero intentarlo.
El ejercicio que tenía que realizar era un recorrido con obstáculos de veinte metros, el primero lo hicimos juntos pero las veces sucesivas me entregaba unos pesos adicionales para que me fuera más complicado.
Las primeras veces pude aguantarlas con una voluntad férrea pero cada vez se me iba haciendo más difícil y la sensación de pesadez se instaló en mi cuerpo, obligándome a ir más despacio. Ernesto me gritaba órdenes para que levantara más los pies, que irguiera la espalda o saltara para no tropezarme con los obstáculos. Su voz estallaba en mis oídos y se clavaba en mi mente, provocándome más dolor en las sienes.
Llevábamos casi una hora entrenando cuando mi visión comenzó a volverse borrosa y unos puntitos brillantes bailaban sin parar en los límites de mis ojos. La respiración se hizo más pesada y los pulmones no se llenaban lo suficiente por lo que mi cerebro dejó de recibir toda la oxigenación que necesitaba.
Trastabillé unos pasos y Ernesto apareció frente a mí para sujetarme. Me sumí en la oscuridad sin poder aguantar un parpadeo más.
El Relojero es un relato inédito y original de Marta Cruces Díaz, administradora del Cuaderno de Ireth 2012
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El Relojero
El dolor se extendía desde el principio de la nuca hasta mis sienes palpitantes, sentía el sudor frío por todo mi cuerpo y la tos seca que rebotaba en mi garganta me provocaba convulsiones que hacían crujir los muelles del somier de mi cama. Era dolorosamente consciente de no estar conciliando el sueño pese a haberme acostado poco después de colgar a Dani con la duda corroyéndome las entrañas.
En lo más profundo de mi mente comencé a escuchar unos pasos, fruncí el ceño porque el sonido procedía directamente de dentro, era como si alguien estuviera caminando sobre mis venas. Traté de concentrarme en el sonido y vi una falda del uniforme de mi colegio de la que surgían unas piernas bien formadas que se movían nerviosamente. La figura se fue formando en mi mente hasta que descubrí a la desgarbada e insegura Diana, una sensación de calidez flotaba en el ambiente y respiré hondo para disfrutarla. Mis pulmones no se llenaron de aire en ningún momento y empecé a ser consciente de encontrarme en un sueño.
Estaba subido al saliente de una ventana de un primer piso y observaba con detenimiento a Diana, miré hacia los lados para asegurarme de no ver a nadie más y entonces revolotearon a mi alrededor unos mechones de cabello rubio. Sin tener tiempo de pensar lo que eso significaba, me lancé sin miedo hacia abajo, surcando la distancia que me separaba de mi objetivo, quien gritó al ser derribada.
Me hice a un lado y le di la vuelta a Diana quien, según pude ver, estaba magullada en la frente y la mejilla derecha, le toqué con cuidado las zonas afectadas y vi mis manos delgadas y finas, de chica. La Relojera apretó los párpados un momento antes de abrir los ojos y mirarme con temor.
—¿Quién eres? —me preguntó.
Me desperté de golpe, incorporándome en la cama y sentí pinchazos en las sienes, recorriéndolas como si se trataran de calambres. Volví a derrumbarme sobre las sábanas que sentí frías y ajenas por culpa del sudor que había tenido durante toda la noche. El despertador interrumpió el silencio de mi habitación y me apresuré a apagarlo. Puse una mano en mi frente y la sentí ardiendo, como si estuviera tocando una estufa.
Entreabrí los ojos y, en un primer momento, mi habitación se me apareció borrosa, como si no fuera real y aún me encontrara en un sueño. Pensé en lo que acababa de soñar: yo había estado en el lugar de Nerea, sintiendo lo que ella sentía al atacar a Diana. ¿Qué era lo que me ocurría? ¿Por qué a cada día que pasaba me encontraba peor y me sentía menos yo que el día anterior?
Al otro lado de la puerta de mi habitación, mi padre comenzaba a fregar lo que había usado en el desayuno. Me levanté sintiendo mi cuerpo más pesado de lo normal y, cuando mi familia me miró, fui consciente del mal aspecto que debía tener esa mañana.
—Marco, estás pálido ¿qué te ocurre?
—Está enfermo desde ayer —intervino mi abuelo antes de volver con sus plantas—. Ernesto dice que cree que le queda menos tiempo del que pensábamos.
—Papá —musité caminando hacia la cocina y sintiendo como si cada paso fuera una maratón—, tengo algo que decirte.
Mi padre dejó el trapo de cocina que tenía en la mano y me guió a una silla, todo mi cuerpo temblaba de fiebre.
—Seguramente te vas a enfadar conmigo cuando te lo diga pero créeme cuando te digo que tenía mis razones para callármelo —expliqué con gran trabajo.
—Venga, dime lo que sea, no te preocupes —animó mi padre con suavidad.
Retorcí mis manos y clavé la mirada en ellas, mi piel había perdido completamente el color y las uñas estaban cogiendo un color morado.
—Sé quién es mi Relojera —mi padre me miró con gravedad—, lo descubrí hace un par de días pero me hizo prometer que no se lo diría a nadie hasta que se hiciera a la idea pero no sé cuánto tiempo me queda y… tengo miedo — expliqué sintiendo que la presión de mi pecho podía hacer que explotara a llorar en cualquier momento.
Mi padre me cogió de los hombros y los apretó, con seguridad pero pude notar un ligero temblor en sus manos, los útiles de mi abuelo hacía un momento que habían dejado de ser nuestro ruido de fondo y supe que también estaba pendiente de lo que hablábamos.
—Hijo, entiendes que has hecho mal en no decirlo antes ¿verdad? —asentí lentamente— ¿Quién es la Relojera?
—Es una compañera del colegio, nunca ha sido amiga mía así que no la conozco realmente pero es buena persona, quiere ayudarme.
—¿Sabes que lo más inteligente habría sido decírnoslo desde un primer momento? —preguntó mi abuelo al que escuché más cerca de lo que esperaba.
—Sí y lo siento pero pensé que no pasaba nada por darle un par de días para hacerse a la idea, la verdad es que a mí me hubiera gustado que me los dieran.
—Marco, por Dios, esto no es como tomar la decisión de a qué universidad vas a ir. Está en juego tu vida —murmuró mi padre apretando mis hombros con fuerza.
—Lo siento —susurré con una voz más débil.
El traqueteo del autobús parecía clavárseme en el cerebro con fuerza y me llevaba la mano a la frente una y otra vez, como si de ese modo pudiera detener el insistente dolor. El día parecía más cálido que el anterior y la sensación de fiebre me había abandonado gracias al medicamento que me había dado mi padre después de hacerme prometer que llevaría a Diana a casa aquella noche.
Tenía sobre las rodillas el diario de William y trataba de concentrarme para prestarle atención porque sabía que era importante. Había estado seleccionando algunos diarios y según un primer vistazo, el de William era en el que más se hablaba de su Relojero.
Decía que era alguien con quien siempre había tenido muy buena relación. Además todo el mundo se deshacía en alabanzas cuando se trataba de hablar de la capacidad mecánica porque todo los cacharros que le ponían delante, era capaz de arreglarlos pero nada de eso le había preparado para cuando William detuvo el tiempo y él fue el único en no congelarse.
Su rostro sorprendido era descrito con tanta claridad que podía imaginármelo delante de mí, con la boca desencajada y los ojos abiertos como platos. Cuando el Viajero le hubo contado la situación en la que se encontraba, el Relojero (del que nunca se revelaba el nombre para proteger su identidad) le había tachado de loco y había salido corriendo para alejarse de él. Cuando William había salido corriendo detrás de él, la Hija del Movimiento hizo acto de presencia e intentó llevarse al Relojero pero tras una pelea, consiguieron mantenerle a salvo.
Recordé el sueño que había tenido y volví a temer por la seguridad de Diana porque no tenía la menor idea de dónde se encontraba y si se encontraba bien, encima el dolor de cabeza no hacía más que empeorar mi situación porque no me dejaba pensar con fluidez.
El día transcurrió sin que hubiera sobresaltos. Durante uno de los descansos había apartado a Diana de clase y la había invitado a mi casa esa noche diciéndole que me iba a quedar solo, lo que era mentira pero no se me había ocurrido ninguna otra manera de convencerla para que fuera a mi casa y mi padre pudiera hablar con ella.
Por lo demás había estado tirado sobre mi pupitre, con los ojos cerrados y tratando de detener las palpitaciones que sacudían mi mente incansablemente.
En un momento indeterminado, Dani me sacudió suavemente y abrí los ojos, deslumbrado por la luz.
—¿Por qué no te vas a casa? Es una tontería que estés aquí perdiendo el tiempo.
—No lo entiendes Dani, tenía que venir, no podía quedarme en casa cuando Diana está aquí sin protección.
—¿Y por qué no se lo has dicho a tu padre para que ellos se encarguen? Vamos, se supone que es lo que tiene que hacer el tal Proyecto Ulises ¿no?
—¿Quieres no hablar tan alto? —le pedí sobresaltado.
—¿Alto? Si estoy susurrando tanto que parece que le he dado al mute —repuso haciendo alusión al botón del mando a distancia que lo silenciaba todo.
—Da igual, yo no me podía quedar en casa sabiendo que ella está aquí.
—Eres un poco masoca ¿lo sabías? —me encogí de hombros, rindiéndome ante la evidencia—. De todas formas, Marco ¿qué es lo que vas a hacer?
Miré discretamente alrededor y me aseguré de no tener a Diana cerca.
—Esta noche viene a mi casa y mi padre va a estar allí para hablar con ella.
—Ya me dirás lo que pasa, por cierto… que no se te olvide lo del fin de semana.
—¿Qué del fin de semana? —pregunté.
—Del cine con mi hermana y Cris, convencí a Alba ayer por la noche pero sólo va si vienes tú, dice que pasa de ir de sujeta velas así que no puedes fallarme.
Le miré con un ojo guiñado sin dar crédito a lo que escuchaba.
—¿Me lo estás diciendo en serio? ¿Estoy aquí con un dolor de cabeza que parece que me va a salir volando en cualquier momento y tú me dices que te acompañe a una cita?
—Es en el cine, seguro que puedes dormirte.
Me froté la cara para despejarme un poco y negué con la cabeza.
—De verdad que eres de lo que no hay —declaré con contundencia.
—¿Eso significa que vendrás? —preguntó para asegurarse.
—Lo intentaré —cedí tras suspirar.
Ernesto me recibió fríamente como los días anteriores, pero en sus ojos podía ver que algo había cambiado entre nosotros. Quizás no me veía tan niñato como en nuestros primeros encuentros o se había dado cuenta de que si moría de un constipado no podría viajar en el tiempo por mucho que me arreglaran el reloj.
—Hoy vamos a entrenar la resistencia si te encuentras bien.
—Pues entonces vamos bien porque estoy para el arrastre —me sinceré con la voz pastosa.
—¿Lo intentamos o prefieres que pida un coche para que te lleven a casa?
—Prefiero intentarlo.
El ejercicio que tenía que realizar era un recorrido con obstáculos de veinte metros, el primero lo hicimos juntos pero las veces sucesivas me entregaba unos pesos adicionales para que me fuera más complicado.
Las primeras veces pude aguantarlas con una voluntad férrea pero cada vez se me iba haciendo más difícil y la sensación de pesadez se instaló en mi cuerpo, obligándome a ir más despacio. Ernesto me gritaba órdenes para que levantara más los pies, que irguiera la espalda o saltara para no tropezarme con los obstáculos. Su voz estallaba en mis oídos y se clavaba en mi mente, provocándome más dolor en las sienes.
Llevábamos casi una hora entrenando cuando mi visión comenzó a volverse borrosa y unos puntitos brillantes bailaban sin parar en los límites de mis ojos. La respiración se hizo más pesada y los pulmones no se llenaban lo suficiente por lo que mi cerebro dejó de recibir toda la oxigenación que necesitaba.
Trastabillé unos pasos y Ernesto apareció frente a mí para sujetarme. Me sumí en la oscuridad sin poder aguantar un parpadeo más.
El Relojero es un relato inédito y original de Marta Cruces Díaz, administradora del Cuaderno de Ireth 2012
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1 comentario:
Qué chula la parte del sueño! Ya quedan pocas entregas y no sé por qué pero creo que estarán cargadas de acción y alguna que otra sorpresa. Qué guay!
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