Se llama Diana y cuando el tren se detiene en la estación, se sienta sin dejar de leer. Lleva unas botas de caña alta de color rojo oscuro, sus preferidas. Unas medias de color café a juego con su jersey de cuello alto y una falda de tablas. Sus dedos se deslizan por la página, su uña desigual por habérsela mordido, tintinea entre las letras mientras la historia le es susurrada a su mente ávida de más.
El metro vuelve a detenerse y entra Daniel, con su mochila ajada colgada de un hombro y uno de los bolsillos con la cremallera ligeramente abierta. Se apoya en la puerta contraria a la que acaba de traspasar y saca el libro que le tiene enganchado. El marcapáginas se desliza silencioso por la página ahuesada y lo coloca al final de todas las palabras que el escritor eligió para dar vida a esa historia. Lleva el abrigo en un antebrazo y su ropa parece necesitar un buen planchado, pero en él queda bien.
Una sostiene el libro muy recto, para poder leer todo perfectamente y absorber la información. El otro ladea la cabeza hacia su lectura, mientras sus ojos galopan rápidamente entre las líneas, deseando descubrir qué va a ocurrir a continuación.
La siguiente estación pasa, las situaciones se suceden vertiginosamente y ellos dos, completamente absortos en otro mundo, terminan el capítulo casi al mismo tiempo. El protagonista se ha salvado, parece que otro obstáculo ha salido de su camino, ambos pueden respirar tranquilos.
Entonces levantan la mirada, distraídos, como si fuera el primer momento que advierten estar rodeados de gente, en un lugar público. Personas anodinas, activas, trabajadoras, despistadas, que hablan a gritos, que escuchan música hasta que les estallen los tímpanos y el otro que sostiene su mismo libro.
Aquel remanso de paz que le hace olvidar, durante unas paradas de metro, los problemas de la vida real y las decisiones que deben tomar. Una portada en tonos azulados con el título en negro, la representación de un paisaje invernal que hace justicia a una historia afilada y complicada.
Daniel levanta ligeramente su libro y Diana le imita. Se sonríen, discretos, como los dos desconocidos que son. Aun así comparten algo, un secreto, el placer de la lectura, ese cosquilleo que hace empatizar a un lector con cierto personaje y sus circunstancias.
No se dicen nada, no se acercan al otro para intercambiar pareceres, no les hace falta. Con las miradas y su necesidad de continuar leyendo lo saben: están atrapados por las letras y desean que nunca los liberen.
El metro vuelve a detenerse y entra Daniel, con su mochila ajada colgada de un hombro y uno de los bolsillos con la cremallera ligeramente abierta. Se apoya en la puerta contraria a la que acaba de traspasar y saca el libro que le tiene enganchado. El marcapáginas se desliza silencioso por la página ahuesada y lo coloca al final de todas las palabras que el escritor eligió para dar vida a esa historia. Lleva el abrigo en un antebrazo y su ropa parece necesitar un buen planchado, pero en él queda bien.
Una sostiene el libro muy recto, para poder leer todo perfectamente y absorber la información. El otro ladea la cabeza hacia su lectura, mientras sus ojos galopan rápidamente entre las líneas, deseando descubrir qué va a ocurrir a continuación.
La siguiente estación pasa, las situaciones se suceden vertiginosamente y ellos dos, completamente absortos en otro mundo, terminan el capítulo casi al mismo tiempo. El protagonista se ha salvado, parece que otro obstáculo ha salido de su camino, ambos pueden respirar tranquilos.
Entonces levantan la mirada, distraídos, como si fuera el primer momento que advierten estar rodeados de gente, en un lugar público. Personas anodinas, activas, trabajadoras, despistadas, que hablan a gritos, que escuchan música hasta que les estallen los tímpanos y el otro que sostiene su mismo libro.
Aquel remanso de paz que le hace olvidar, durante unas paradas de metro, los problemas de la vida real y las decisiones que deben tomar. Una portada en tonos azulados con el título en negro, la representación de un paisaje invernal que hace justicia a una historia afilada y complicada.
Daniel levanta ligeramente su libro y Diana le imita. Se sonríen, discretos, como los dos desconocidos que son. Aun así comparten algo, un secreto, el placer de la lectura, ese cosquilleo que hace empatizar a un lector con cierto personaje y sus circunstancias.
No se dicen nada, no se acercan al otro para intercambiar pareceres, no les hace falta. Con las miradas y su necesidad de continuar leyendo lo saben: están atrapados por las letras y desean que nunca los liberen.
1 comentario:
Muchas gracias por regalarnos este relato. Me ha encantado cómo está escrito y el tono que utilizas, creando esa sensación de silencio y de una persona ausente al mundo mientras lee =)
Publicar un comentario